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Jaime Hernández Gómez

El 1º de marzo del presente año el Instituto de Acceso a la Información y Protección de Datos Personales del Estado de Oaxaca (IAIP) presentó al Congreso de la Unión la Iniciativa por la cual se crea la Ley de Protección de Datos Personales en Posesión de Sujetos Obligados del Estado de Oaxaca.

Con la aprobación de dicha ley se abrogaría la Ley de Protección de Datos Personales vigente desde el 23 de agosto de 2008.

Cabe señalar que Oaxaca fue de los pocos estados que legisló una Ley sobre protección de datos personales, y es que a nivel federal fue de manera posterior a este año cuando se avanzó en la regulación de este derecho humano.

A nivel federal

Con la creación del IFAI en 2002 se hizo una pequeña mención sobre protección de datos personales en la Ley Federal de Transparencia, sin embargo fue en 2005 cuando el Instituto Federal emitió los lineamientos respectivos.

Fue en 2007 cuando en la Constitución se añadió al párrafo 6º de la Constitución: “la información que se refiere a la vida privada y los datos personales serán protegidas en los términos y con las excepciones que fijen las leyes.”

No obstante, fue con la reforma publicada el 1 de junio de 2009 donde se añadió un segundo párrafo al artículo 16 de la Carta Magna, donde se da contenido sustancial al derecho a la protección de los datos personales: “Toda persona tiene derecho a la protección de sus datos personales, al acceso, rectificación y cancelación de los mismos, así como mantener su oposición, en los términos que fije la ley, la cual establecerá los supuestos de excepción a los principios que rijan el tratamiento de datos, por razones de seguridad nacional, disposiciones de orden público, seguridad y salud públicas o para proteger los derechos de terceros.”

A raíz del mandato constitucional fue el 5 de julio de 2010 cuando se publicó la Ley de Protección de Datos Personales en Posesión de los Particulares.

Y fue el 26 de enero de 2017 cuando se publicó la Ley General de Protección de Datos Personales en Posesión de Sujetos Obligados, misma que en su segundo artículo transitorio da seis meses a las entidades federativas para armonizar sus leyes locales respectivas.

Oaxaca

Después de la emisión de la Ley Local en materia de protección de datos personales desde el organismo garante, en ese entonces el Instituto Estatal de Acceso a la Información Pública de Oaxaca (IEAIP) se publicaron el 14 de enero de 2010 los Lineamientos de Protección de Datos Personales y el 13 de diciembre del mismo año los Lineamientos que establecen los principios y procedimientos mediante los cuales los sujetos obligados podrán llevar a cabo el trámite de las solicitudes de los derechos ARCO.

No obstante, en el gobierno de Gabino Cué se sustituyó a la IEAIP por la Comisión de Transparencia y Acceso a la Información Pública y Protección de Datos Personales del Estado de Oaxaca (Cotaipo), misma que el 31 de mayo de 2013 emitió nuevos lineamientos en materia de protección de datos.

Posterior a la reforma constitucional en materia de transparencia a nivel federal en 2014 en donde el IFAI fue sustituido por el INAI, en Oaxaca en 2015 también se modificó la Carta Magna y se sustituyó a la Cotaipo por el nuevo Instituto de Acceso a la Información y Protección de Datos Personales del Estado de Oaxaca (IAIP).

Finalmente, a raíz de la presentación de la Iniciativa el 1º de marzo se hacen votos para que el Congreso del Estado de Oaxaca cumpla con el mandato de la Ley General y a más tardar el 26 de julio de 2017 Oaxaca cuente con una Ley armonizada y de esta manera se tenga mayor certeza jurídica en la protección de este derecho.

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Programa Estado, Sistema y Poder Político

 

 

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María Amparo Casar 

La política es el espacio público por excelencia. No importa la definición que se adopte ni el ángulo desde el cual se analice, el referente siempre es “lo público”. La política como espacio público está sujeta a la colonización por parte de intereses privados, que ejercen una presión constante por verse beneficiados. La diferencia de calidad entre una democracia y otra es el grado en que esto ocurre. Una sociedad más democrática regula y resiste mejor la intervención de intereses privados y la existencia de privilegios en la esfera pública. Etimológicamente, privilegio quiere decir precisamente “ley privada”, y puede entenderse de dos maneras: como un derecho especial o inmunidad otorgada por la autoridad o como un poder especial que deriva de la posición económica, social o política.1 Ambos tipos de privilegios determinan qué tan público es el espacio público o qué tan capturado está. En México están presentes, de manera muy extendida, los dos privilegios: permisos que otorga la ley a ciertos sectores y ventajas que derivan de la posición de poder.

 

os procesos de transición democrática aspiran a reducir los privilegios acumulados en periodos autoritarios y a disminuir el grado de influencia de políticos y grupos de interés. La transición mexicana no es la excepción. Tanto las reformas electorales como los programas de las fuerzas de oposición tuvieron entre sus objetivos democratizar la política, transformar no sólo la competencia electoral sino también el ejercicio del poder y la rendición de cuentas: devolverle al ciudadano capacidad de decisión sobre las políticas públicas.
 
La tesis que se propone en este ensayo es que la transición mexicana logró democratizar la esfera de lo político en lo que se refiere al acceso a los cargos de elección popular y a la pluralidad de los órganos de gobierno, pero no tuvo el mismo éxito en reducir la posición e influencia de ciertos grupos de poder. Al respecto, hay que distinguir entre el poder político de jure y el poder político de facto. El primero es el que otorgan las instituciones políticas: la Constitución, las leyes, el sistema electoral. El poder de facto es el que surge de la acción colectiva y del despliegue de recursos privados, trátese de mecanismos como el cabildeo y la corrupción, o el simple uso de la fuerza.2

Las transiciones políticas democráticas cambian el poder político de jure pero no necesariamente, o no en la misma proporción, el poder de facto.3 Las instituciones políticas pueden pasar de ser no democráticas a democráticas y cambiar la distribución del poder político de jure. Pero esto puede tener poco impacto en el ámbito del poder político de facto porque, ante ese cambio, las elites tienden a invertir más en su poder real mediante el cabildeo, el control del sistema de partidos, la corrupción, la intimidación o las amenazas y, finalmente, en el uso de la fuerza.

 

La política se trata, al fin de cuentas, de “a quién le toca qué”. Para saberlo hay dos caminos: o se evalúa la forma en que se toman las decisiones o se evalúa quién las tomó a partir de los resultados. El mejor camino es analizar qué le toca a cada quien para ver quién estuvo detrás de la decisión.4 Este ejercicio permite observar, valga la redundancia, el poder de los poderes fácticos, el grado en que estos poderes se han apoderado del espacio público.

Durante la transición mexicana a la democracia las instituciones políticas experimentaron una gran transformación. El espacio de la política es más público de lo que era en términos de representación. La transición amplió no sólo el número de partidos sino también el espectro ideológico de los mismos. Las sucesivas reformas políticas abolieron privilegios, en particular el privilegio de un solo partido a ocupar los puestos públicos, el del presidente a nombrar a su sucesor, el del partido del presidente a decidir las políticas públicas. El enriquecimiento del espacio público por la pluralización de las estructuras del poder federal, estatal y local es innegable. También lo es la expansión de los derechos, la creación de órganos desconcentrados y autónomos que protegen esos derechos, la mayor libertad de expresión, la independencia del Poder Judicial. 

Todavía hay espacio para transformar los poderes formales pero no puede desconocerse que la distribución del poder político responde al principio democrático de un ciudadano un voto, que en la definición de las políticas públicas intervienen varias fuerzas políticas y que los límites al poder presidencial son efectivos.

¿Pueden constatarse cambios de la misma envergadura en los poderes fácticos o éstos han logrado mantener sus privilegios en el espacio público? La respuesta es que el espacio público en México sigue copado por el poder de grupos que sin ninguna investidura, representación o delegación democrática tienen poder de imponer o modificar decisiones que afectan el interés público.
 
Uno de los primeros análisis sobre estos poderes se encuentra en La democracia en México, de Pablo González Casanova,5 donde se presentaba ya una visión realista del poder, echando por tierra la idea de un poder presidencial ilimitado. González Casanova diferenciaba los poderes formales de los poderes reales y examinaba su peso en las decisiones gubernamentales. Describía, en particular, el poder de caciques locales, del ejército, del clero, de los latifundistas y de los empresarios nacionales y extranjeros. A ellos habría que agregar hoy, cuando menos, los grandes sindicatos, los monopolios públicos, los oligopolios, las empresas dominantes y, en el ámbito de la ilegalidad, el crimen organizado y el narcotráfico.

Los poderes reales, capaces de limitar la autonomía y, en casos extremos, la soberanía del Estado, comparten ciertas características.
 
Primero, no dependen de la voluntad de los ciudadanos ni de sus representantes, pero condicionan la representación.
 
Segundo, no son parte formal del proceso de toma de decisiones, pero tienen instrumentos para influir de manera desproporcionada en las decisiones reservadas a los poderes públicos, en particular al Ejecutivo y al Legislativo.
 
Tercero, no tienen representación formal en el Congreso o en el gobierno, pero pueden poner vetos a la acción pública.
 
Cuarto, crecen al amparo, con el beneplácito cuando no con el contubernio de las autoridades, pero las vuelven su rehén.
 
Quinto, derivan una “renta” extraordinaria de la que están excluidos otros actores.
 
Se afirma, con razón, que los poderes fácticos que hoy enfrentan con éxito al Estado no fueron “consecuencia de un sexenio permisivo o de un presidente débil.” Su constitución es el resultado “de un proceso complejo en el que se amalgamaron factores de índole económica, privilegios descomunales arrancados al poder político, eliminación sistemática de la competencia, ausencia de una sociedad civil crítica y organizada, temor de candidatos y funcionarios públicos y falta de claridad gubernamental en el ejercicio del poder”.6
 
La fuerza de estos poderes fácticos no es privativa de nuestro país, está presente en todas partes, por eso se habla de una clase dominante.7 Lo preocupante en México es el grado de influencia e impunidad que llegan a tener y las consecuencias para el desarrollo económico y político de la nación.8 No se trata única ni principalmente de la acumulación de riqueza en pocas manos sino de que la forma de reproducirla atenta en términos económicos contra la competitividad del país, los intereses de los consumidores y el bienestar de la población y, en términos políticos y legales, contra la igualdad, la transparencia y la democracia. 

La conquista del espacio público por la elite económica del país se puede documentar ampliamente. El supuesto liberalismo económico que priva en México tiene mucho por avanzar. Buena parte de los sectores clave para el desarrollo están al margen de la competencia. Disfrutan de una amplia concentración de mercado, de regímenes especiales, de tasas preferenciales o de regulaciones que permiten abusos contra el fisco o contra el consumidor. Además, ahí donde se han establecido órganos reguladores, éstos han sido muchas veces capturados. Todo eso por obra y gracia del propio Estado mexicano.9

n el primer caso, el de una alta concentración de mercado, se encuentran sectores como la televisión, la telefonía y el cemento. En el segundo, el de los regímenes especiales, está el sector de autotransportes y de transporte y carga. En el tercero, el de tasas preferenciales, está la agroindustria. Finalmente, entre las regulaciones abusivas están las que permiten la compra-venta de empresas a través del mercado bursátil que merma la capacidad de recaudación del Estado (City Bank-Banamex) o la subregulación que da a los dueños del sistema financiero altos márgenes de ganancia a través del cobro de muy altas comisiones a sus usuarios.

 

as consecuencias de mantener estos privilegios son múltiples. Las empresas de dominancia monopólica constituyen barreras al ingreso o a la expansión de competidores, lo cual se traduce en alzas de precios que afectan a la población y a otros empresarios que se ven en desventaja por pagar insumos por encima del que pagan sus socios comerciales.
 
El ejemplo de la telefonía es emblemático. Una sola compañía tiene el 91% de los 17 millones de hogares de la telefonía fija y el 72% de la móvil.

Los precios de este y otros insumos de uso generalizado (servicios bancarios y crédito, transporte de carga por carretera, transporte aéreo doméstico, cemento) han sido durante largos periodos sensiblemente mayores a los que registran países con los que México compite en el mercado internacional. Es cierto que a raíz de la devaluación recién ocurrida y que ya ronda el 50% —y siempre y cuando las tarifas no se incrementen— los precios de los insumos se volverán más competitivos. Pero el verdadero desarrollo de la economía debe fincarse en mantener o mejorar la competitividad sin devaluar. Por eso algunos economistas han insistido en que el tipo de cambio debe estar en un nivel que ofrezca la competitividad suficiente para crecer. Un tipo de cambio “fuerte” favorece el consumo y aumenta el poder de compra del salario pero dificulta el crecimiento.
 
En otros sectores hay datos igualmente alarmantes. Por ejemplo, el cemento gris y los servicios de internet costaban a los mexicanos más del doble que a los norteamericanos.
 
En el sector telecomunicaciones, la televisión tiene también una alta concentración de mercado. Aunque ésta no tiene necesariamente un impacto en el potencial de crecimiento de la economía, sí constituye otro caso de apropiación del espacio público en tanto sólo dos empresas concentran el poder para entretener, educar e informar a la población. Este poder se potencia cuando sabemos que en su mayoría (62%) la población se informa a través de la televisión y sólo un 10% reporta informarse a través de los periódicos. 

No se trata de que sean empresas privadas. Por diversos motivos, los monopolios públicos también han ofrecido insumos a precios más altos que los de otras economías similares o de nuestros socios comerciales. Por ejemplo, hasta antes de la devaluación las tarifas eléctricas que pagaban los mexicanos estaban muy por encima de las de su principal socio comercial.
 
Importar cemento, generar electricidad, buscar petróleo, poner una telefónica, abrir una tercera cadena de televisión o crear un banco competitivo (y no vinculado a otra megaempresa) es prácticamente imposible en México hoy.10 

Otro ejemplo claro de cómo los poderes reales mantienen privilegios es el régimen fiscal. No es sólo que México siga siendo uno de los países con un menor nivel de recaudación. Es el hecho, como lo muestra el último reporte de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) de que la política fiscal en México no contribuye a aminorar la ya de por sí desigual distribución del ingreso Así, mientras que a través de la política fiscal los países miembros de la OCDE reducen en promedio la desigualdad en alrededor de 20 puntos —medida por el índice de Gini— México sólo la reduce en 1.6 puntos.11 

Los privilegios que describimos no se circunscriben a la esfera económica. Son característicos también de las viejas estructuras corporativas que fueron sostén del régimen priista.

 

Los grandes sindicatos públicos, por ejemplo, son una suerte de monopolios privados que no sólo acumulan riqueza sino que frenan el desarrollo democrático y económico del país y que constituyen un límite formidable a los poderes institucionales o, peor aún, que se alían a ellos para mantener el statu quo. Aquí también hay una gran variedad de situaciones pero todas ellas apuntan al mismo fenómeno: el de los privilegios. Privilegios políticos, económicos, contractuales, fiscales, de transparencia, salariales, laborales, legales.
 
Los grandes sindicatos de industria, especialmente los de las empresas paraestatales, se han convertido en un freno para el desarrollo del país. Los privilegios que mantienen se han convertido en un lastre para el mercado laboral.
 
El caso del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE) es ilustrativo de las consecuencias que tienen los privilegios sindicales sobre el bienestar de la población y sobre el futuro del mercado laboral. Aun cuando el sindicato magisterial no es el único responsable de la calidad educativa del país, los muy deficientes índices que México presenta en este sector no son ajenos a la presión que tradicionalmente el sindicato ha ejercido para impedir una reforma educativa de fondo.

Además, la gran mayoría de los sindicatos ha podido sustraerse al avance que se ha impuesto a las propias instituciones de gobierno: la democracia, la transparencia y la rendición de cuentas.
 
Los monopolios públicos y privados, entre los cuales, hay que insistir, se cuentan los sindicatos, han hecho tanto o más daño que los pleitos y la falta de acuerdos entre la clase política, entre los partidos, entre los legisladores y entre el presidente y el Congreso. Son tan responsables como los partidos y legisladores de haber impedido el paso de las reformas estructurales, de las que tantas veces se dice depende el crecimiento del país. De ellos ha dependido también que no se avance más rápido en la competitividad, en el crecimiento, en el combate a la pobreza y en la distribución del ingreso.12   

Además de los monopolios, de los sectores empresariales beneficiados por regulaciones laxas o hechas a la medida y de sindicatos que han amasado privilegios, el espacio público también ha sido tomado por organizaciones clientelares y movimientos que comparten las mismas características con lo que en páginas anteriores se definió como poderes fácticos.
 
Se trata de organizaciones y movimientos que secuestran las calles, parques o edificios públicos afectando tanto derechos de terceros como el funcionamiento mismo de las instituciones, sin sufrir las consecuencias de actuar al margen de la ley.
 
Tal es el caso, por ejemplo, de los vendedores ambulantes que se han apropiado de importantes franjas de la vía pública o de los “franeleros” que han hecho suyas las banquetas de las principales ciudades. Lo mismo puede decirse de los movimientos sociales que toman plazas y arterias de la ciudad para impedir la puesta en marcha de políticas públicas con las que no están de acuerdo o de manifestantes que toman con lujo de violencia los recintos parlamentarios para obstaculizar o impedir el desempeño de sus labores.
 
Los recursos de los poderes fácticos son distintos según del sector de que se trate. Los grandes empresarios derivan su fuerza de su posición económica y tienen en sus manos los recursos de retener o trasladar la inversión y, en última instancia, de la fuga de capitales. Los sindicatos —o más precisamente las elites sindicales— hacen valer sus intereses no sólo a través de su poder financiero y su legítimo derecho a huelga sino también de la opacidad de sus finanzas y la secrecía de sus decisiones, la movilización del voto, la captura —o incluso creación— de partidos, y las marchas y manifestaciones que literalmente bloquean el espacio público.

Luchar por los intereses particulares, de grupo o de clase, es un recurso legítimo de toda democracia y como tal hay que defenderlo. Los derechos de las personas para asociarse, para expresarse y para defenderse contra actos de las autoridades o de decisiones que los afectan son consustanciales a la democracia y hay que respetarlos e incluso ampliarlos. Pero hacerlo en condiciones especiales o a partir de la acumulación de privilegios es contrario al principio de igualdad que también caracteriza a la democracia.
      
La democracia en México ha dado un salto gigantesco en las últimas dos décadas. Lo ha hecho, fundamentalmente, por la vía de las reformas electorales que al introducir condiciones equitativas para la competencia permitieron dar a las instituciones de representación popular la pluralidad propia de una sociedad heterogénea con proyectos alternativos de nación. Esto, a su vez, permitió que se hicieran realidad los principios de división de poderes y de pesos y contrapesos que definen a los sistemas presidenciales.
 
Pero las sucesivas reformas políticas han dejado prácticamente intactos a los poderes reales cuya regulación, hasta el momento, no es parte de la agenda pública. Es un tema que no está ni en la agenda gubernamental ni en la de las principales fuerzas políticas. Baste como botón de muestra lo sucedido con la llamada ley antimonopolios cuya aprobación se ha detenido gracias al cabildeo efectivo de los sectores empresariales que se verían afectados por ella. 
El signo partidario de los gobiernos no cambia sustancialmente la relación con los poderes reales. Basta señalar, que cada uno de los principales partidos sostiene una relación “especial”, basada en la falta de transparencia y la permanencia de privilegios, con algún sindicato grande. El PRI con el sindicato petrolero, el PAN con el de la educación y el PRD con el de los electricistas.

 

El proceso de democratización del país no quedará saldado si persisten los privilegios que, paradójicamente, a menudo están amparados por la ley, y muchas veces protegidos por los mismos poderes públicos. Para eliminar o al menos disminuir los privilegios hay dos vías. Una, reformas legales que pongan fin a concesiones, prerrogativas y ventajas que no tienen lugar en las sociedades democráticas y eficientes: leyes de competencia, reformas fiscales progresivas, leyes laborales modernas, ampliación de los sujetos obligados por la ley de transparencia e incluso ley de partidos. La otra vía es la de los acuerdos entre las elites política y económica en la dirección de un pacto por la productividad, la competitividad, la libertad y la equidad de los actores que concurren al espacio público. 

Jorge Buendía 

Martes, 4 de julio de 2009

> Embriagados por la victoria de Obama, y su innovador uso de internet, los políticos mexicanos abrazaron la idea de hacer campaña por internet. Infinidad de videos se distribuyeron a través de You Tube  con la esperanza de persuadir al electorado, en especial a los jóvenes. Quizá la encarnación más acabada de este mito es la afirmación de que la campaña por internet del PAN, especialmente los videos de su dirigente Germán Martínez, contribuyó a reducir la ventaja del PRI en las encuestas.

> La primera condición necesaria para que un mensaje tenga impacto es que alcance penetración. Esta quizá es la principal razón de la ineficacia de internet en la campaña de 2009. De acuerdo con cifras del INEGI (2008), sólo 22.3 millones de mexicanos tiene internet. Esto representa aproximadamente a 21% de la población nacional. Y de acuerdo con la encuesta nacional de salida de Buendía & Laredo (empresa que dirijo), sólo 29% del electorado mexicano usa internet. Dicho de otra forma, internet dista mucho de tener la penetración de la televisión o la radio.

> La eficacia de internet como medio de comunicación también está condicionada por otros factores. En primer lugar, el perfil de los usuarios. Según el INEGI, el uso de internet se concentra en los estratos de mayor educación. Así, 7 de cada 10 universitarios usa internet, mientras que sólo 1 de cada 10 personas con estudios de primaria lo hace. El problema en términos de comunicación política es que las personas con mayores estudios son las más críticas de los partidos, por lo que “resisten” con mayor vigor todo esfuerzo de persuasión. Un problema adicional para los partidos y sus estrategias de internet es que su uso se concentra en la población más joven que tiende a votar en menor proporción o, incluso, no tiene la edad para hacerlo.

> Durante la campaña se habló mucho de la “guerra sucia” en internet. Una de sus manifestaciones más claras son las cadenas de correos electrónicos que denigran a los candidatos. Los políticos no debieran preocuparse mucho por ellas: sólo 40% de los usuarios de internet, es decir, no más de 10% de la población (INEGI) usa correo electrónico. En términos generales, ni la penetración ni el perfil de los usuarios de internet son conducentes a que este medio tenga un fuerte impacto político.

> Pero también debemos tener presente las diferencias de internet con otros medios de comunicación. A diferencia de TV o radio, donde el individuo es un actor pasivo que “recibe” el mensaje de anunciantes o partidos, en internet el individuo tiene un papel más activo. La única forma de evadir un mensaje en TV es cambiar de canal (y a veces eso no es posible con la publicidad virtual), pero en internet son los individuos quienes “aceptan” de antemano la información. Alguien puede recibir cientos de e-mails, pero si no los abre no recibe el mensaje, alguien puede recibir links a videos de You Tube, pero si no los abre tampoco los ve, etcétera. En radio o televisión el margen de acción es más reducido. El término “exposición a medios” no es fortuito.

> Otra diferencia importante es la repetición. En internet difícilmente alguien verá un video en más de una ocasión o leerá más de una vez un mensaje en contra de un candidato. En radio y televisión, por el contrario, la repetición es fundamental para persuadir al elector. Sin repetición es difícil persuadir. En suma, las campañas políticas por internet tienen un impacto extremadamente reducido. Son noticia pero resultan irrelevantes. Por lo menos hasta ahora.